aqui os dejo la segunda parte del relato, ya queda menos para saber qué ocurre 🙂

5 de agosto

Todo está mal Bracanus. Lo he intentado todo.
Ayer la llevé de paseo en la carroza, algo de lo que ella disfrutaba con asiduidad, pero esta vez ha sido distinto. El primer tramo del trayecto fue apacible y sosegado. Mirábamos por la ventana, e incluso noté algún atisbo de sorpresa en su mirar cuando pasamos por delante del río. Paré los caballos y la bajé del carruaje para caminar con ella junto al bello remanso que se forma al lado del gran roble. La brisa veraniega embriagaba mis sentidos y no hacía más que me recordar esos días dorados que tanto añoro, en los que mi amada era consciente de todo lo que la rodeaba. Fui a por una de las flores que crecen junto al enorme árbol, mientras ella permaneció impasible, cual estatua marmórea, observándome muda pero mirando a su vez a la nada. Me acerqué a ella, aparté su cabello y coloqué en él una flor. No era una joya, ni nada semejante, tan solo un gesto de amor más que añadir a la larga lista. Giró la cabeza y de repente caminó hacia el carruaje, adentrándose en su interior. Comprendí que no quería permanecer más en ese lugar, así pues, proseguimos nuestro pequeño paseo más allá de la alameda que hay tras el camino empedrado. Al llegar a tal camino, un caballo se encabritó tirando con fuerza del vehículo con mi diosa en su interior. La carroza no dejaba de moverse y zarandearse de un lado a otro, mas no observé que ella se quejara ni se hubiera golpeado en el interior. Cuando conseguí domar al equino, bajé raudo junto a ella, y ¡adivina, mi fiel Bracanus! Una lágrima caía de su ojo izquierdo. Le recorría la mejilla hasta llegar a la barbilla. ¿Lloraba de dolor? ¿O era de alegría por el viaje? ¿Habría quizá recobrado memoria de nuestras tardes junto al río? No lo sabré hasta que ella reaccione querido Bracanus, pero ese gesto muestra que dentro de ella aún hay vida, y yo tengo que hacer que aflore, sea como sea, cueste lo que cueste.

Al llegar a casa, traté de hacer que comiera la sopa de hierbas que el Doctor Mantus aconsejó tomara. Conseguí darle tres cucharadas, pero no más. La levanté de la mesa, y me dirigí con ella a su habitación. Tenía esperanzas de verla manifestar sus sentimientos día tras día, así que gustoso, la acomodé en la cama de negra madera, abrí la ventana y mientras ella yacía, toqué la más hermosa pieza que la inspiración me regaló. Al acabar, como siempre, la contemplé dormida. Estaba serena y sin nada que al parecer pudiera afligirla. Por una vez, sentí que mientras dormía podría recuperar parte de sus recuerdos, parte de su vida y que poco a poco lo manifestaría.

Esta mañana me levanté y presto corrí junto a ella. Seguía dormida. No la quise molestar, no se lo merecía. Tomé el almuerzo y preparé la carroza. Volveríamos a pasear. La llevé cerca del roble, junto al remanso. Y más tarde por el camino empedrado. La marcha fue más tranquila que el día anterior. Al llegar al acantilado de las brisas suaves, no quise perder oportunidad de que ambos nos sumiéramos en una especie de sueño atemporal, de sensaciones embriagadoras proporcionadas por esas brisas que solo en el acantilado se forman. Al ir a por ella y bajarla del carruaje contemplé anonadado un fino reguero de sangre que corría por su barbilla procedente de esos labios que día a día empalidecen más y más. No dudé. La monté a caballo y nos apresuramos al pueblo a visitar al Doctor.

Y aquí te escribo mientras ella yace de nuevo. El doctor no nota nada raro. No tiene fiebre, ni tiene la piel fría. Su pulso es normal y su respiración no se entrecorta. ¿Qué le pasa entonces a mi amada, Bracanus? ¿Acaso la habría alguien embrujado? No, imposible. En caso de que así fuera, sería capaz de matar con mis manos a todo aquel que suscitara sospechas. Pero debo calmarme. Debo centrarme en estar a sus pies y contemplarla en su letargo por si algo pudiera ocurrirle.